Los años que pasan hacen que uno se acostumbre a la ausencia de alguna persona que ha sido importante y estuvo presente en nuestra vida. El dolor no se va y algunas veces aparece intensamente para recordarnos que alguien que amas ya no está.
Un día como hoy del 2020 le di el último adiós a mi papá, mi héroe de la infancia. Como presbítero lo bendije en su último momento, asegurándole, desde mi fe, que Dios siempre perdona. Como hijo le agradecí sus esfuerzos, sus trasnochadas, sus sacrificios para que yo fuera quien soy. Como miembro de familia le aseguré que cuidaría de mi madre, porque sabía que dejarla sola después de 53 años juntos le mortificaba.
Lloré mucho, como lloro cuando siento que me hace falta su abrazo, sus palabras cargadas de orgullo por mí, sus sonrisas porque me ha ganado en dominó. Hoy cuando han pasado tres años quiero recordarlo con la alegría que le hacía inventar un motivo para celebrar y armar fiesta, con su destreza para bailar, con su extendida paciencia que le permitía no desesperarse, con su euforia cuando ganaba el Unión. Así lo quiero recordar. No intubado, con esos sonidos intermitentes de las máquinas que lo sostenían en esta vida, ni con su rictus de dolor por todo lo que padecía.
Sólo podremos vivir en paz si entendemos que la dinámica de la vida supone esas pérdidas y que nada dura para siempre, que todo tiene un fin.
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Creo que esos seres que amamos merecen ser recordados desde la alegría y la felicidad que nos produjeron; tanto que la imagen que debemos guardar en la mente es esa de la carcajada, de la sonrisa plena o de cualquiera de los gestos de felicidad. Hay que recordarlos movidos por la gratitud de lo que nos dieron con su presencia en nuestra vida. Y sobre todo honrarlos siendo felices en nuestra cotidianidad, porque estoy seguro de que si ellos nos ven desde el lugar en el que están siempre nos querrán ver felices.
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