Quien celebra la vida puede descubrirla como el mejor y mayor don que tiene

Ayer en el estadio Metropolitano, en medio de los gritos de júbilo, las expresiones de ánimo por el equipo, los abrazos espontáneos volví a entender la necesidad de celebrar la vida.

Cuando digo celebrar la vida no estoy diciendo que se trate de ser feliz por un triunfo o un éxito logrado sino de vivir con la actitud de encontrar razones para disfrutar cada experiencia y sentir que vale la pena vivir.

Esto, en primer lugar, significa aprender a tomar conciencia de lo bueno que nos sucede y de aquellos que nos desafía a dar lo mejor de nosotros, y que se presentan como problemas. Saber cuál es el sentido de cada situación y de su función en nuestro proyecto. Eso implica saberse concertar con el presente y entenderlo coherentemente.

Lo segundo es agradecer. Entender qué hay una generosidad que nos bendice con dones. Que no todo lo merecemos y que podemos constatar la bondad de los otros en lo que recibimos. Comprender que la vida es una suma de generosidad y sacrificio, de amor y esfuerzo, de alegría y disciplina. Ese equilibrio nos hace ser orgulloso por los logros pero humildes para bendecir a los que nos dan.

Lo tercero es brindar alegría. No se puede celebrar confundiendo solemnidad con amargura ni seriedad con indiferencia. Compartir una sonrisa y un abrazo siempre alimenta el alma propia y tiende puentes con los demás. Ser solidario en la alegría es una manera de asegurar buenas experiencias.

Solo quien celebra la vida puede descubrirla como el mejor y mayor don que tiene.

Aquí la opinión de Alberto Linero: