
He pasado por tormentas. Algunas emocionales, otras espirituales, y también de esas cotidianas que parecen pequeñas, pero que cuando se juntan, sacuden fuerte. Y en medio de esos momentos, he entendido que no siempre podemos controlar lo que pasa afuera, pero sí podemos trabajar en lo que sucede adentro.
Mantener la calma no es hacerse el fuerte ni ignorar lo que duele. Es tener el coraje de mirar de frente la tormenta y no dejar que te desarme por dentro. Es respirar profundo, aunque el viento arrecie, y recordar que uno ya ha salido de otras peores. Es confiar, incluso cuando no hay muchas certezas.
No es fácil. Porque el miedo grita, la ansiedad acelera, y los pensamientos se enredan. Pero ahí es donde uno se da cuenta de que necesita anclarse. A la fe, a la experiencia, a los afectos, a la palabra oportuna de alguien que te quiere bien. En mi caso, la oración ha sido esa pausa sagrada donde recobro perspectiva. No para que la tormenta desaparezca mágicamente, sino para que no me trague por dentro.
En tiempos de tormenta, también he aprendido a no tomar decisiones definitivas en medio del caos. A veces lo mejor que uno puede hacer es esperar un poco, guardar silencio, descansar el alma y luego volver a pensar. Calmar el corazón es una forma de cuidarse.
Publicidad
Y algo más: uno no tiene que enfrentarlo todo solo. A veces necesitamos bajar la guardia, pedir ayuda, abrazar sin miedo, dejar que otros nos presten su fuerza cuando la nuestra no alcanza.
Mantener la calma es un acto de resistencia, de esperanza y de sabiduría. Porque las tormentas no duran para siempre, y cuando uno logra atravesarlas con serenidad, se da cuenta de que creció por dentro.
Hoy te invito a eso: a respirar, a confiar, a seguir... porque aún en medio del vendaval, hay una fuerza que te sostiene y una calma que puedes cultivar. Y esa calma puede ser tu mayor victoria.