En mi casa, cuando mis hermanos y yo éramos niños, la comida de Navidad la cocinábamos todos. Desde la mañana del 24 se iniciaban los preparativos para hacer esos pasteles tan característicos de nuestra reunión. Sofreír el arroz, picar cada verdura, mojar las hojas de bijao, guisar la carne y el pollo eran tareas que hacíamos todos. Para que en la noche pudiéramos sentarnos en la mesa a celebrar el nacimiento de Jesús. Cleotilde, mi abuela materna, con su gran habilidad de cocinera capitaneaba el proceso. Era todo un rito de comunión, amor y alegría. Y claro, ahora cuando lo recuerdo no sólo me emociono, sino que lo conecto con tres significados de sentarse a la mesa que me gustan mucho:
1. La mesa permite el encuentro. Que va más allá de lo físico y nos conecta espiritualmente. Es saber abrir el corazón para reconocer a esos que son importantes y valiosos en nuestra vida. Todo nuestro ser está dispuesto a conectar con ellos;
2. La mesa es compartir, no sólo se comparte la comida sino la vida. Ese gesto de entregarnos el alimento unos a los otros es una bella metáfora de la necesidad de vivir en sinergia. Y creo que esa es la única manera de poder alcanzar nuestras metas personales y sociales;
3. La mesa es celebrar la vida y todas las bendiciones que se tienen, de esa manera creamos un ambiente propicio para la expresión abierta de afecto y gratitud, al mismo tiempo que hacemos una construcción de recuerdos compartidos.
No sé cómo viven ustedes la noche buena, pero lo importante es que puedan juntarse y amar con conciencia y libertad. Que el niño Dios los bendiga.
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