El autor del evangelio de Mateo, en su intento por demostrarle a sus lectores cristianos venidos del judaísmo que Jesús Jesús es el Mesías, hace un esfuerzo por exponer cómo todas las profecías mesiánicas del antiguo testamento se cumplen en él. Hoy se celebra un trágico relato de la muerte de niños inocentes que también tiene su paralelismo en una de esas profecías, en este caso, de Jeremías (31,15).
“El Señor dice: se oye una voz en Ramá, de alguien que llora amargamente. Es Raquel, que llora por sus hijos y no quiere ser consolada porque ya están muertos”. Este dato teológico que debiera propiciar una experiencia de fe se ha convertido en una tradición de burla y humor desde la época de Felipe II en la ciudad romana de Écija, que subsiste en nuestros días, aunque cada vez con menos influencia.
A mí, particularmente, siempre me ha molestado la burla hacia la inocencia, porque creo que hay un imaginario de que ser inocente, bueno o bondadoso es ser bobo. De alguna manera tras de esa burla por la inocencia está la invitación a no confiar, a sospechar siempre, a dudar de todos. Creo que esa duda que tiene mucho sentido en el campo de la ciencia se vuelve fuente de conflictos y problemas innecesarios en la vida cotidiana.
Por ejemplo, considero que en nuestro país necesitamos fortalecer la confianza como fuente de integración social. Si queremos convivir armónicamente requerimos dar muestras de que somos confiables, lo cual implica coherencia entre el discurso y las acciones, así como sinceridad y lealtad. Hay que evitar hacer odas al “vivo”, al “tramposo” y entender que todo el que se aprovecha de la inocencia de otro es una mala persona, así tenga todos los títulos y sea tratado con lambonería por muchos.
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Lo peor que nos puede pasar como sociedad es desconfiar del otro y burlarnos de él. Sin confianza estamos condenados al conflicto permanente e inútil, que parece gustarles a algunos.
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