Un amigo, con tono burlón, solía decirme: “Los hijos pertenecen a un estrato superior al de sus padres”. Con esto, intentaba expresar cómo los hijos se benefician de todo el esfuerzo que sus padres realizan para salir adelante. No tengo duda de que, al comparar nuestra vida con la de nuestros padres, hemos tenido oportunidades que ellos no tuvieron, pero que lucharon con todas sus fuerzas para que nosotros pudiéramos experimentarlas.
Recuerdo también a otro amigo que me decía: “No quiero que mis hijos pasen ninguna necesidad”. Aunque me parece una intención loable, es importante recordar que las adversidades y las necesidades también forjan el carácter y nos enseñan más que las situaciones placenteras. El deseo de brindar lo mejor a los hijos no debe convertirse en una excusa para que ellos vivan fuera de la realidad y no aprendan cuánto valen las cosas y el esfuerzo que implica conseguirlas.
Como hijo, pienso en todos los sacrificios de mis padres, y la primera emoción que surge en mi corazón es la gratitud, porque todo lo que tengo es fruto de su generosidad y del compromiso que adquirieron al darme la vida. Ahora que soy viejo y conozco más sobre sus batallas existenciales, me maravillo del amor que debieron tener para estar siempre presentes, sacrificarse en algunas cosas y motivarnos a dar lo mejor de nosotros.
A veces extraño las historias de mi papá, que me contaba una y otra vez cómo había superado tal o cual situación, o cómo había logrado algo de lo que tenía. En más de una ocasión he visitado los lugares donde él se formó y luchó, buscando conocerlo mejor, agradecerle todo lo que me dio y no perder de vista de dónde vengo. Porque, a veces, las comodidades pueden hacernos olvidar los esfuerzos que las hicieron posibles, y así dar paso a la soberbia, que siempre es una mala consejera.
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Mirar la historia con gratitud nos capacita para vivir el presente con sabiduría y determinación, de manera que el futuro que construimos sea un espacio de gozo y felicidad.