De repente el acordeonero se detiene. Interrumpe el son lastimero con el que expresaba el dolor profundo que la canción que estaba tocando quería comunicar. Lo mismo el guacharaquero y el cajero.
Todos nos miramos buscando la razón y caímos en cuenta de que era una pareja de personas del interior del país que se había levantado a bailar. Sonreí y me acerqué a ellos para explicarles que en las parrandas tradicionales no se baila, que esa liturgia musical sólo contempla que todos los allí reunidos estemos atentos a las historias que motivaron las canciones, y a las notas que sirven de vehículo a esos sentimientos.
Ese es el centro del Festival Vallenato : juntarnos en torno a los instrumentos musicales, una botella de whisky para celebrar la amistad y la fortuna de conocernos y construir juntos la vida. También están las distintas competencias musicales: la elección del mejor acordeonero, la canción inédita y el mejor en el arte de la piquería.
Recuerdo la primera final de acordeoneros profesionales a la que asistí, en la que quedé abrumado por el silencio que miles de personas hacían ante la interpretación serena y rigurosa que un mulato emocionado realizaba con su acordeón. Era impresionante que todos estuvieran en la actitud de quien contempla algo sublime. No era la contemplación de un público ignorante, lo cual quedó demostrado cuando uno de los acordeoneros “peló” una nota y el público rugió de desaprobación, descalificándolo inmediatamente.
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El Festival Vallenato es una ocasión para alimentar la identidad de este pueblo regado por los departamentos del César, La Guajira y el Magdalena. Por eso celebro la rigidez del concurso, en el que nadie puede salirse de los límites del vallenato tradicional, que tiene el son, la puya, el merengue y el paseo como aires fundamentales.
Me crie escuchando vallenato. Viendo a mi papá parrandear en torno a un acordeón que, con sus notas, nos comunicaba el despecho que el amor produce. Cantaba al ser que se le ama, describía pintorescamente algunas anécdotas o simplemente buscaba una razón para celebrar la vida. Por eso disfruto de esta música que seguro también la cantan en el cielo.
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Escuche la opinión de Alberto Linero: