El primer año de cualquier gobierno en países como el nuestro tiene que tratar de evaluarse con la ponderada mirada entre lo ofrecido en el usual vademécum de propuestas de campaña y la realidad estructural e institucional de Colombia que, en últimas, es la encargada de plasmar en hechos esos ideales electorales. La aterrizada gubernamental después de una poética jornada democrática siempre trae una dura prosa. Gustavo Petro no se escapa. Es más, este Gobierno tiene elementos adicionales que pueden potenciar la crudeza de la evaluación: es rupturista y el primero de la izquierda colombiana.
Pero si por el lado del Gobierno dificulta los análisis primigenios, por el lado de los colombianos también. Desde el siete de agosto del año pasado el poder pasó a manos de gente diversa y antes excluida del manejo estatal en el ámbito nacional. Eso produjo un stress inusual en la vida de los que habitamos cada rincón de la nación. Pocos, de los anteriores detentadores del poderío nacional, conocían las nuevas caras que viajaban en los carros oficiales. Los medios no estaban acostumbrados a cubrir unos funcionarios más líricos que realizadores. Más ideológicos que pragmáticos. Mas desconfiados que abiertos. Mas inexpertos que versátiles. Pero quién los puede juzgar. Son los novatos de una Colombia escondida que se descubría ante un capturado poder. Hace un año, todos, estamos aprendiendo del tsunami que provoca una nueva gente, con una nueva agenda tomando decisiones en un país que se resiste a ese tipo de cambio, el mismo que mucho amateur no ha sabido valer.
En la práctica, el primer año tuvo un elemento esencial: el respeto por los resultados electorales. No hubo ese apocalíptico empeño de los ultras radicales, de lado y lado, que pensaban que de ganar el presidente Petro el país no iba a aceptar esa victoria. Pudo juramentarse con espada de Bolívar incluida. La plaza del libertador estuvo repleta, acompañado por varios dignatarios. El discurso leído, la única excepción en un mandatario que a veces abusa de la improvisación de la palabra, fue de un estadista con visos de querer ser una especie de “gobernante puente” entre lo que no ha podido terminar y lo que no ha acaba de nacer en materia política contemporánea global. El presidente Petro de ese discurso, luego de los primeros 365, deja más bien una deuda en ejecución del plan de gobierno.
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La armonía de lo que algunos llaman luna de miel del novel gobierno le permitió con la coalición parlamentaria, la recordada “aplanadora”, pasar una robusta reforma tributaria y el plan nacional de desarrollo. Luego de esos éxitos aparecieron las grietas filosóficas al interior del Gobierno. Algunas reformas duraron hasta cuatro meses, como la de la salud, siendo discutidas en primer debate en la comisión séptima de la cámara. Nunca, en la era reciente, un sector había sido tan zarandeado producto de la incertidumbre, como lo fue el de la salud colombiana. Los infantiles manejos de unos párvulos parlamentarios aumentaron esa sensación de vacilación en materia sanitaria. Lo mismo ocurrió con la reforma laboral, pensional o de sometimiento. Tal fue el desbarajuste que, por primera vez, una primera dama de la nación se paseó por dicha célula congresional, como una especie de paloma mensajera petrista para reconfirmar lo imposible.
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La economía en el país, como viene ocurriendo hace dos años, está en franca recuperación. Algunos “pensadores con el deseo” buscan afanosamente una rama para poder justificar lo injustificable: la economía no la maneja exclusivamente ni este, ni ningún gobierno. Fue el rebote pospandémico mundial, que después de muchas inversiones estatales y sus efectos, ha permitido mover los diferentes sectores para lograr índices macroeconómicos precovid.
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Es cierto que en un año no es posible cumplir con lo prometido, pero sí sirve para percibir cuales son los fundamentos iniciales para comprender la vía escogida para obtener resultados esperados. El tema más anhelado por el mandatario es la paz total. En ese espacio de discusión y debate lo único real es una mesa de negociaciones con el ELN, cuyo cese al fuego con una verificación compleja por cumplir, inició hasta el pasado 3 de agosto. Difícil conocer con ese lento cronograma, lo que se está sazonando en la cocina cubana mientras en la sala de estar se presentan nimios resultados. En este proceso está en juego la presidencia de Petro en materia de logros esenciales. Ojalá estos diálogos sean efectivos y reales, pero no un salto en garrocha hacia el vacío supraconstitucional con consecuencias desconocidas.
Los escándalos de funcionarios y de su entorno familiar fueron lo más sonado, sin duda. Pareciera que el año no avanza en meses sino en declaraciones semanales o diarias del litigio de sus allegados. La seguidilla de denuncias que rayan en código penal, pareciera ser la cicatriz en la cara de este primer año de gestión. Es indispensable la prontitud y eficacia de las autoridades para conocer responsables. Un gobierno menguado en resultados no aguanta más impunidad, más aún cuando en el inicio de su segundo año tiene una autopista congestionada en materia electoral.
Le quedan tres años para arreglar los cimientos de su propósito en el cuatrienio y recuperar el tiempo perdido a la hora de gobernar.
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