Nadie puede ser feliz si deja que el rencor lo consuma interiormente. Alimenta el resentimiento, la amargura y la enfermedad. Por eso, quisiera aprovechar el espíritu que mueve los corazones por estos días para hablar del perdón, ese proceso consciente de liberar la carga emocional asociada con una ofensa y tan necesario para poder vivir con optimismo, armonía y felicidad.
El perdón siempre implica dos acciones. La primera cuando pedimos ser perdonados y esa actitud exige, por lo menos, tres condiciones: arrepentirse por lo hecho, sin excusas ni autojustificaciones; asumir realmente el error cometido; y ser solidario con el dolor que se le ha causado al otro. Creo que sin esa empatía la petición de perdón puede ser simplemente un acto sin sentido, por eso requiere el compromiso insoslayable de no volver a causar las mismas heridas. En esas condiciones se pide perdón. La segunda, se trata de tomar la decisión de perdonar. Para ello hay que tener en cuenta: asumir que el primer beneficiado es el que perdona y comprender el contexto de vida del individuo que se quiere perdonar, la personalidad, la historia y la formación, para entender por qué esa persona actúa así.
Esperar que llegue la calma y la serenidad para tomar la decisión de perdonar podría tomarnos mucho tiempo y desperdiciar la vida anclados en resentimientos; conozco gente que lleva años esperando que se le pase el dolor para perdonar, por eso, lo más recomendable es empujar las emociones de serenidad, tomando la decisión de perdonar. Lo que me funciona a mí es orar y pedir a Dios por las personas que me han dañado. Creo que este tiempo es un momento propicio, para vivir ese proceso de perdón.
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