Me envió un mensaje por WhatsApp un amigo colombo-venezolano que conocí en “Bartimeo”, una escuela de liderazgo espiritual que dirigí hace ya un par de años. Él es hijo de una santandereana de Pie de Cuesta con un venezolano; nació en Venezuela y vivió allí toda su vida, pero el 1 de noviembre del 2018 tuvo que inmigrar definitivamente a Colombia, en donde ya se había registrado el 10 de septiembre del 2018; así las cosas, obtuvo su registro civil, su cedula, su pasaporte y hasta licencia de conducción, pero me contó que la Registraduría Nacional anuló su ciudadanía por presuntas irregularidades, lo cual no deja de ser extraño, porque con él son 7 hermanos registrados en el mismo lugar, de la misma forma, y solo dos quedaron en esta situación.
El ahora se encuentra en un estado irregular, ilegal, como persona no grata en el territorio Colombiano, expuesto a que los cuerpos de Policía Nacional lo priven de la libertad, ya que aparece con cédula fraudulenta o falsa, lo cual es un delito. Anímicamente está desesperado, sin empleo y sin saber qué pasará con esta situación tan dura.
Su historia encarna el dolor del migrante enfrentado a unas dinámicas que lo arrinconan y lo someten al dolor y la pobreza; de hecho, según las cifras oficiales son 45 mil colombo-venezolanos en este momento. Seguro habrá algunos casos en los que legalmente sí se esté faltando, pero ¿cuál es la solución? ¿Qué oportunidades se les puede brindar? Son historias que cuestionan y urgen respuestas humanitarias.
No hay palabras para describir el dolor que sienten aquellos que por necesidad deben salir de su patria y son excluidos y marginados en el lugar al que llegan. Creo que esto debe invitarnos a todos a entender que por encima de cualquier frontera que los mismos seres humanos hayamos inventado, hay una humanidad que debe siempre ir primero. Ninguna división territorial está encima de la vida y la dignidad humana.
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