Una de las incoherencias presentes entre el discurso que tenemos como sociedad y los acontecimientos es la situación de los niños y niñas en nuestro continente. Se dice que hay que protegerlos, cuidarlos y brindarles las mejores condiciones, pero, en la realidad, las situaciones de pobreza, de falta de educación , desnutrición, etc., no sostienen las palabras.
Por ejemplo, según la estimación de Unicef en América Latina y el Caribe (ALC), siete de cada diez niños y niñas en tránsito en las principales rutas migratorias tienen menos de 11 años. Piensen en las dificultades de desnutrición, de enfermedades infecciosas, desituaciones de abusos y, claro, de separaciones familiares.
Imagino que ustedes han escuchado o leído las noticias de niños pequeños que mueren en el camino o que se quedan solos por la muerte de sus padres. Esa es la tragedia de la migración ilegal. Tengamos presente que este año por el Darién han pasado más de 501.297 migrantes, lo que es una cifra récord ya que el año pasado fueron 248.000 y en el 2021 alrededor de 133.000.
Unicef, que está siempre atento a la niñez, calcula que para el año entrante habrá “16,4 millones de niños y niñas en América Latina y el Caribe que necesitarán apoyo humanitario a causa de las crisis actuales, entre las que se incluyen los flujos migratorios y el desplazamiento interno, la violencia y las necesidades humanitarias relacionadas con los desastres”.
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Definitivamente no se puede ser indiferente ante esta situación. Cuando veo esos datos siento que estamos fracasando como humanidad. Las respuestas tienen que ser siempre en dos dimensiones: la estructural, que exige transformaciones sociales, y la inmediata, que es ayudar a esos niños y niñas de familias migrantes. Como decía el alcalde Jaime Pumarejo ayer: “Nadie cruza el Tapón del Darién porque quiere cruzarlo, lo cruza porque sabe que lo que deja atrás es más peligroso que esa selva que se puede tragar a su familia o a sus hijos”.
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