Su voz era aguda, por eso sus preguntas parecían dagas afiladas. Una vez lanzaba una pregunta, que uno medio intentaba responder, se venía con una serie de ellas que lo hacía cuestionar no solo sobre un tema, sino sobre la vida misma.
Se trataba del padre Carlos Bravo, mi profesor de Marco Antropológico de la Fe. De él aprendí que el verdadero maestro no es el que simplemente me proporciona la posibilidad de adquirir unos conocimientos, ni el que me ayuda a desarrollar unas habilidades concretas, sino el que me permite, con sus clases, cuestionar mi propósito de vida.
Además de los grandes conocimientos y la adecuada pedagogía, creo que un buen maestro es aquel que está interesado en las personas que tiene delante, que entiende que “la educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor. No puede temer el debate, el análisis de la realidad, no puede huir de la discusión creadora, bajo pena de ser una farsa”, como dice Paulo Freire.
Ahora, no es un proceso independiente de las demás dimensiones de la sociedad. Se requiere que haya articulación, por ejemplo, con la familia, para que el proceso de enseñanza-aprendizaje que pasa en el aula sea respaldado en el hogar. Esto implica que la sociedad sea capaz de valorar el trabajo de los maestros y profesores, que les brinde la infraestructura, los recursos, el salario y la importancia proporcional a las grandes exigencias que les hace. Se insiste en que la educación es la llave de muchos de los problemas de la sociedad, pero esto se queda en un bello eslogan y no se traduce en acciones concretas. Ni siquiera los que más insisten en la importancia de la educación son coherentes con ello.
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Creo que la educación por sí sola no es la solución de todos los problemas de la sociedad. Me he encontrado con tantas personas bien educadas sin oportunidades. Ese lugar común hay que comenzarlo a cuestionar y entender que, mientras la apuesta no sea integral, educarse no bastará.