Desde niño he hablado en público. Me gusta lo que la palabra pronunciada con pasión ocasiona en las personas. De hecho, hay una imagen preciosa en el libro de los Hechos de los Apóstoles que dice que las que pronunciaba Pedro taladraban el corazón de los que lo escuchaban.
He estado interesado siempre en la palabra, en la escrita y en la oral. Disfruto escuchar buenos discursos, de esos que con claridad describen la realidad, hasta transformarla, creando nuevos universos.
Creo en el poder que tienen las palabras. Ellas pueden ser caricias que sanan el alma, pero también golpes que aniquilan a quienes las escuchan. Ellas pueden provocar las emociones más sublimes que generan bienestar, o las más tóxicas que distorsionan todo, ocasionando conflictos innecesarios. Ellas pueden trazar puentes que nos unan en medio de las diferencias que tenemos o ser dinamita que destruye cualquier posibilidad de comunión.
Es tan grande ese poder que es posible que las cosas sólo existan cuando son nombradas y que por eso no podamos olvidar su nombre, porque corremos el riesgo de perder la memoria y con ella la identidad y la posibilidad de entendernos como seres individuales y sociales a la vez.
Hoy, en el día mundial del discurso, me parece fundamental que analicemos qué tipo de palabras usamos constantemente en nuestra cotidianidad, qué es lo que nos decimos a diario y qué le decimos a aquellos con los que compartimos la vida. Hacer conciencia de las palabras que salen de nuestra boca es una oportunidad para responsabilizarnos de la manera como estamos construyendo nuestra existencia.
No podemos acostumbrarnos a decir cualquier palabra sin pensar y sin entender el efecto que ocasiona en el otro. Hacerlo nos vuelve irresponsables y nos asegura causar heridas y dolores.
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Las palabras nos definen porque ellas muestran lo que tenemos dentro. Tantas personas brillantes, verdaderos genios que con ellas destruyen la dignidad de los otros y demuestran que su genialidad termina siendo su maldición. Hay que encontrar las palabras adecuadas, porque como diría Mark Twain: “La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga."
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