Una de las tentaciones que tenemos siempre los seres humanos es creer que lo debemos saber todo. Es decir, asumir el “no sé” como una humillación. Es el síndrome de Google: estar seguro de que se es conocedor de cualquier tema y que se puede completar lo que el otro está diciendo o va decir.
Esto no solo imposible, sino que nos genera ansiedad y nos hace caer en apariencias, mentiras y contradicciones. La vida del sabelotodo tiene que ser aburrida, porque la incertidumbre siempre nos impulsa a nuevas experiencias y nos genera la satisfacción de la consecución de nuevos conocimientos.
En estas épocas de las redes, en las que todo el mundo se siente obligado a dar su opinión y sentar cátedra de temas que no conoce en profundidad, vale la pena volver a destacar el derecho a no-saber.
Ayer leía un comentario sobre la premio nobel de literatura de 1996, la polaca Wisława Szymborska, quien en su discurso de aceptación del Nobel defendió la importancia del “No sé” con estas palabras: “Si Isaac Newton no se hubiera dicho ‘no sé’, las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas… Un poeta, si es un verdadero poeta, debe repetirse también: “yo no sé”. En cada nuevo poema trata de contestar, pero a cada punto final una nueva duda lo invade, una nueva pregunta, y la convicción de que se trata, una vez más, de una respuesta provisional e insuficiente. Entonces, empieza una vez más, hasta que un día los doctores en letras ponen en una enorme carpeta todas las pruebas de su insatisfacción y le llaman “su obra””, cierro cita.
Creo que esa debe ser la actitud de todos nosotros, que tratamos de comprender la vida a diario: entender que no lo sabemos todo y que tener conciencia de ello no sólo nos llena la vida de humildad y de sencillez, sino que es el motor para explorar otros mundos, escuchar otras voces y ser discípulos de nuevos y cotidianos maestros.