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El arte, la literatura y García Márquez, entorno a la figura de Jorge Eliécer Gaitán

Jorge Eliécer Gaitán defendía las corrientes que se derivaban de las artes.

145666_Homenaje a Jorge Eliécer Gaitán / Foto: AFP
Homenaje a Jorge Eliécer Gaitán / Foto: AFP

Convencido en el valor de las mujeres y la necesidad de que fueran incluidas en las políticas de gobierno, una de las mujeres que fueron artífices de la ideología gaitanista fue la pintora expresionista Débora Arango, quien de Gaitán recibió todo el apoyo y fue receptiva a la concepción de la adhesión del arte como movimiento necesario en una renovación de país. Jorge Eliécer, siendo ministro de educación, funda el Primer Salón de Artistas Nacionales, en el que Arango toma partido y se vincula como una de las artífices del arte de la época y acaba un poco con la precaria muestra del talento femenino.

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Mientras la vida nacional era dominada por la iglesia y las expresiones artísticas permeaban la representación religiosa y de la independencia, llegan artistas y escritores a rebelarse con lo que fuera un aval de Jorge Eliécer Gaitán, quien defendía las corrientes que se derivaban de las labores de ellos. Intelectuales como el poeta cartagenero Luís Carlos López, enfrentan la dominación conservadora. El poeta León de Greiff se suma a la vanguardia, surgen grupos de teatro en Bogotá y en otras ciudades principales, donde algunos colegios empiezan a sumarlas a sus currículos. La música en torno a Gaitán aparece con posterioridad. La corriente musical llamada el Nacionalismo Musical, traen consigo a Jesús Pinzón Urrea, años después a Francisco Zumaqué.

Entre tanto, tiempo después los salones de baile se toman con los sonidos de Pacho Galán y Lucho Bermúdez. Surge una canción llamada "A la carga", original de Pacho Galán, quien a pesar de que tenía tintes conservadores, la escribe para luego ser interpretada por el argentino Eduardo Armani y su orquesta.

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Arturo Alape no fue el único escritor que giró gran parte de su vida entorno a Gaitán, el mismo Gabriel García Márquez, en su obra “Vivir para contarla”, logró un retrato de “El Bogotazo”, que con posterioridad fue tomado como uno de los mejores relatos por su calidad en el marco del magnicidio del 9 de abril.

“(…) el viernes 9 de abril Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza Neira lo invitó a almorzar, poco antes de la una, con seis amigos personales y políticos que habían ido a su oficina para felicitarlo por la victoria judicial que los periódicos no habían alcanzado a publicar. Entre ellos, su médico personal, Pedro Eliseo Cruz, que además era miembro de su corte política.

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En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.

-Se jodió este país -me dijo-. Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro.

Mathieu era un estudiante ejemplar de medicina y cirugía, nativo de Sucre como otros inquilinos de la pensión, que padecía de presagios siniestros. Apenas una semana antes nos había anunciado que el más inminente y temible, por sus consecuencias arrasadoras, podría ser el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Sin embargo, esto ya no impresionaba a nadie, porque no hacían falta presagios para suponerlo.

Apenas si tuve alientos para atravesar volando la avenida Jiménez de Quesada y llegar sin aire frente al café El Gato Negro, casi en la esquina con la carrera Séptima. Acababan de llevarse al herido a la Clínica Central, a unas cuatro cuadras de allí, todavía con vida pero sin esperanzas. Un grupo de hombres empapaban sus pañuelos en el charco de sangre caliente para guardarlos como reliquias históricas. Una mujer de pañolón negro y alpargatas, de las muchas que vendían baratijas en aquel lugar, gruñó con el pañuelo ensangrentado:

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-Hijos de puta, me lo mataron.

Las cuadrillas de limpiabotas armados con sus cajas de madera trataban de derribar a golpes las cortinas metálicas de la farmacia Nueva Granada, donde los escasos policías de guardia habían encerrado al agresor para protegerlo de las turbas enardecidas. Un hombre alto y muy duñde sí, con un traje gris impecable como para una boda, las incitaba con gritos bien calculados. Y tan efectivos, además, que el propietario de la farmacia subió las cortinas de acero por el temor de que la incendiaran. El agresor, aferrado a un agente de la policía, sucumbió al pánico ante los grupos enardecidos que se precipitaron contra él.

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-Agente -suplicó casi sin voz-, no deje que me maten.

Nunca podré olvidarlo. Tenía el cabello revuelto, una barba de dos días y una lividez de muerto con los ojos sobresaltados por el terror. Llevaba un vestido de paño marrón muy usado con rayas verticales y las solapas rotas por los primeros tirones de las turbas. Fue una aparición instantánea y eterna, porque los limpiabotas se lo arrebataron a los guardias a golpes de cajón y lo remataron a patadas. En el primer revolcón había perdido un zapato.

-¡A palacio! -ordenó a gritos el hombre de gris que nunca fue identificado-. ¡A palacio!

Los más exaltados obedecieron. Agarraron por los tobillos el cuerpo ensangrentado y lo arrastraron por la carrera Séptima hacia la plaza de Bolívar, entre los últimos tranvías eléctricos atascados por la noticia, vociferando denuestos de guerra contra el gobierno. Desde las aceras y los balcones los atizaban con gritos y aplausos, y el cadáver desfigurado a golpes iba dejando jirones de ropa y de cuerpo en el empedrado de la calle. Muchos se incorporaban a la marcha, que en menos de seis cuadras había alcanzado el tamaño y la fuerza expansiva de un estallido de guerra. Al cuerpo macerado sólo le quedaban el calzoncillo y un zapato (…)”, retrataba el fallecido nobel de literatura en una de sus obras más importantes.

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