Treinta años después de la avalancha que borró la localidad colombiana de Armero del mapa, decenas de tumbas simbólicas y ruinas constituyen la única señal de que este próspero pueblo, ahora marcado por el silencio, alguna vez existió.
Armero, que llegó a ser el segundo municipio más importante del departamento del Tolima (centro), tras su capital, Ibagué, ya no avisa cuando alguien se adentra en su territorio.
Las ruinas fantasmales aparecen casi por sorpresa a ambos lados de la carretera reconstruida varios metros por encima de lo que un día fue su suelo; y la única pista son las decenas de cruces blancas que flanquean la vía que atraviesa la destruida ciudad.
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También la tumba simbólica de la niña Omayra Sánchez, a la que se vio morir a través de las pantallas de televisión de todo el mundo.
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Junto a ella, más de 25.000 perdieron la vida la noche del 13 de noviembre de 1985, cuando el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción y convirtió en agua las nieves de su cima, lo que desbordó el río Lagunilla e hizo que lodo y piedras se dirigieran con una fuerza destructora, a unos 100 kilómetros por hora, a Armero.
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En menos de una hora todo se destruyó. Entre gritos, los habitantes trataron de llegar a la carretera para dirigirse a lugares elevados mientras les acechaba el alud, al que apenas sobrevivieron unas 4.000 personas.
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Ahora, las ruinas y el prado verde en el que un día se asentó Armero constituyen un inmenso camposanto en el que, sin embargo, ninguna víctima fue enterrada, pues los cuerpos rescatados del mar de lodo fueron sepultados en fosas comunes alejadas de la localidad.
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Por eso, todo en Armero es simbólico. Los restos de las casas que quedan en pie dejan ver trazos de dibujos en la pared y baldosas del suelo que tuvieron colores alegres; su distribución indica que tuvieron patios interiores y amplias habitaciones familiares.
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En las calles aledañas hay tumbas: "Alguien solo muere de verdad cuando quienes les quieren les olvidan", reza una placa dispuesta por Jorge Cala en recuerdo de su hermana, su cuñado y dos sobrinas, todos ellos fallecidos en la tragedia.
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"Venimos cada tres meses a cuidar la tumba. Ahora la estamos pintando para que esté arreglada para cuando venga (el presidente, Juan Manuel) Santos", dice Cala a Efe.
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Santos rendirá aquí homenaje a las víctimas el próximo viernes, en el 30 aniversario de la avalancha, un drama anunciado ante el cual nadie tomó precauciones.
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Fabio Castro lo sabe bien. Hoy, con 80 años, recuerda que, en su condición de líder político en esos años, asistió a un debate en la Cámara de Representantes de Bogotá en la que se había presentado, antes de la erupción, un informe que vaticinaba "la destrucción de Armero".
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"En aquella época a los estudios vulcanológicos no se les paraba muchas bolas (no se les prestaba atención) porque se afirmaba que nadie podía determinar la erupción del volcán", afirma.
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Castro regresó rápidamente a Armero y avisó a sus amigos, pero no se tomaron en serio la advertencia. El funcionario, preocupado, les dijo que él no volvería nunca a la localidad. Esa noche, entre cervezas y música, fue la última vez que les vio.
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Supo de la destrucción en Bogotá, donde escuchó, como millones de colombianos, que Armero había desaparecido por completo a través del relato de un piloto que había sobrevolado el lugar.
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El alud de Armero es la mayor tragedia natural ocurrida en Colombia y una de las peores de América, pero también ha sido objeto de estudio para alumnos de Geología que llegan en autocares para analizar el espesor y la composición del suelo que dejó la avalancha.
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"Es uno de los eventos más catastróficos. A los alumnos les llama mucho la atención. El volcán no se ve desde aquí y mira la destrucción que causó", comenta a Efe Hugo Murcia, profesor de Vulcanología en la Universidad de Caldas.
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El recorrido de estudio se inicia en algo parecido a un museo de sitio, junto a lo que fue la estación de bomberos.
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Allí hay mapas del antes y el después del desastre, y fotos de Omayra Sánchez, cuya tumba simbólica es hoy un lugar de peregrinación.
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La niña murió a los 12 años después de tres días de agonía y atrapada, pues sus piernas estaban aprisionadas por muros derruidos e incluso por el cadáver de su tía.
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Con EFE.