Dos años después de aquella madrugada del 24 de febrero, en Ucrania han tenido que adaptarse a una realidad en la que la necesidad de seguir viviendo con normalidad se cruza a diario con las más descarnadas tragedias.
En las ciudades más alejadas del frente y en una capital protegida, la mayoría de residentes continúa con sus quehaceres cotidianos aún cuando se han declarado alertas que avisan de la llegada de drones o misiles enemigos.
Ignoran la recomendación de las autoridades de bajar a los refugios antiaéreos sabiendo que se exponen al riesgo de que caiga en su zona el dron o el misil.
Las ganas de vivir son más importantes que nunca en un contexto en el que todos los ucranianos han perdido a familiares y amigos, o sufren en sus propias carnes el desplazamiento o la experiencia traumática del combate.
En las grandes ciudades del país, bares, restaurantes y clubes de baile siguen funcionando con horario adaptado al toque de queda.
“La gente necesita entusiasmarse y sentir cosas bonitas, no sólo llorar y sufrir”, dice a EFE el guía y divulgador cultural de la ciudad ucraniana de Járkov Max Rozenfeld.
El activista cultural dio ese sábado ante una audiencia “entusiasta” de un centenar de personas una conferencia sobre el futuro de Járkov en la que se entremezclan elementos históricos, sociológicos, urbanísticos y culturales.
“Unas cuatro horas después del acto, en el que había un ambiente magnífico, supimos de la muerte ese mismo día en la ciudad de cinco personas de una misma familia al quemarse su casa por el impacto de un dron ruso en un depósito de combustible”, recuerda Rosenfeld.
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