Presumía de ser un visionario, pero no solamente en el mundo de la moda. Además de hacer el vestido más caro de la historia en los 60, introducir el metal en la ropa y vestir a las estrellas del momento, Paco Rabanne era un hombre místico que aseguraba estar en contacto con otras dimensiones.
Julio de 1978. La televisión francesa le dedica una franja en su sección "Carta abierta al año 2000". Rabanne es la persona indicada para hablar de ello: con sus vestidos metalizados (Coco Chanel lo llamaba "El metalúrgico"), concebidos casi como armaduras, es quien más cercano se encuentra al siglo XXI.
Con tejidos de cuero de efecto iridiscente, papel y aluminio -que moldeaba inspirándose en las esculturas de Alexander Calder o César, Rabanne-, vistió a Elizabeth Taylor, Jane Birkin, Brigitte Bardot, Jane Fonda, Audrey Hepburn o Françoise Hardy, para quien ideó un vestido de oro y diamantes.
Ese minivestido, de corte recto y manga larga, pesaba nueve kilos y tenía mil placas de oro. Fue la prenda más cara del mundo creada hasta la fecha.
Detrás del nombre artístico de este perfumista y couturier, se escondía Francisco Rabaneda y Cuervo, nacido el 18 de febrero de 1934 en la provincia española de Guipúzcoa.
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Su madre, costurera jefa del taller de Cristóbal Balenciaga en San Sebastián, era una mujer vanguardista que había escandalizado a la burguesía donostiarra con su pelo corto y luciendo los vestidos sin corsé de Paul Poiret.
"Fue ella quien me introdujo el gusto por la rebeldía", decía.
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Su padre, coronel de las fuerzas republicanas, fue fusilado en 1939, lo que forzó a la familia a abandonar España y exiliarse en Francia, adonde llegaron pasando penurias, internados en campos de concentración del sudeste.
ARQUITECTO DE LA MODA
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La moda, que había mamado, se impuso pronto en su vida: financió sus estudios de Arquitectura en la Escuela Nacional de Bellas Artes de París con croquis de diseños que enviaba a las revistas de moda, dibujos de accesorios y creaciones que ya avanzaban el estilo Rabanne, geométrico, minimalista y depurado.
En los años 60, cuando empezó firmando como Frank Rabanne, sus accesorios hechos a mano eran vendidos a sus colegas de la alta moda francesa, desde Balenciaga hasta Givenchy, pasando por Nina Ricci o Pierre Cardin.
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Aunque sin duda el momento clave de su carrera fue la presentación de su primera colección, Manifiesto, en 1966: "12 vestidos imposibles de vestir en materiales contemporáneos". Aquella moda futurista dejó anonado al "establishment" y en ocasiones aburrido mundo de los salones de moda.
Dos meses después volvió a revolucionar la industria con el primer espectáculo-desfile de la historia, una colección de estilismos veraniegos mostrados por las bailarinas del cabaret Crazy Horse, conocido por su estilo "western".
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Sus creaciones de ropa fueron completadas con una creciente colección de perfumes que hoy -como en tantas casas de moda- representa la riqueza de la marca, que está en manos de la multinacional Puig.
Rabanne se retiró de las pasarelas en 1999 y su firma quedó en un limbo durante más de una década, con fichajes que fracasaron en su intento por revitalizarla.
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Pero en 2013, la llegada del francés Julien Dossena dio un vuelco a la marca y consiguió volver a posicionarla revisitando los éxitos de 1960.
EXCÉNTRICO FUERA Y DENTRO DE PASARELAS
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Excéntrico en la moda y en la vida real, Rabanne publicó varios libros sobre sus experiencias paranormales y defendía haber tenido varias vidas: haber conocido a Jesús, a Luis XIV, haber visto extraterrestres y haber asesinado a Tutankamón.
El diseñador, fallecido este 3 de febrero en su residencia de Portstall (en la Bretaña francesa), aseguraba tener en realidad 75.000 años.
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Redujo sus predicciones en público a partir del año 2000, tras haber augurado (y fallado) que una estación espacial se estrellaría contra París en agosto de 1999, pero siguió compartiendo sus visiones y estrafalarias ideas en revistas especializadas.
Con Rabanne, reconocido con los mayores méritos en Francia y endiosado por todos sus sucesores en el mundo de la moda, se ha ido uno de los últimos testigos de una época. Aquella en la que aún parecía posible inventar algo nuevo y revolucionario.
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